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Throug different eyes - III

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III.

Durante la Gran Guerra Mundial, muchos hombres y mujeres se pusieron al servicio del Estado para luchar a favor de su bienestar. Pero muchas más multitudes se unieron a la resistencia cuando la rebelión de las máquinas se decidió por atacarles. Ikabod Donovan había sido un de éstos. Había sabido desde muy joven que su vocación era luchar en defensa de otros. Y qué mejor lugar para ejercer su servicio que en el ejército militar. Siempre le había gustado la disciplina, y en la valentía destacaba por ser su fuerte. Cuando supieron de la Gran Guerra, el estaba dispuesto a luchar, pero por su juventud le fue frustrado su deseo. Sin embargo al ver la política inmersa en todo ese asunto, su inconformidad apaciguó su decepción, y se sintió aliviado de no haber sido parte de aquella guerra sin sentido.

Pero una vez las máquinas asesinaron a los altos mandos de la Política, el pueblo era quien gritaba en desesperación por la ayuda del ejército. Los que habían sobrevivido, y todos los coroneles, generales y comandantes de la Fuerza militar, decidieron asistir a su llamado.

Ahora ya no había ningún tipo de restricción y muchos que jamás habían  tomado un arma entre sus manos se lanzaron a luchar a favor de la Humanidad. Había mujeres, niños y ancianos que poblaban las calles, haciéndose de cualquier cosa que les sirviera para defenderse: bombas caseras, rifles viejos e incluso piedras, eran llevadas en las bolsas de los insurgentes que se batían sin miramientos en contra de las máquinas.

Como soldado, Ikabod sabía que todas esas armas improvisadas no eran más que un signo de su desesperación, puesto que tales cosas no servían sino para hacer un poco más lenta la muerte. Él estaba preparado, conocía de armamento como cualquiera se sabe hacer una sencilla multiplicación. Y ahora por fin, iba a hacer uso de todos sus conocimientos. Él ahora tenía un muy importante puesto dentro de una muy inteligente estrategia: sería parte del escuadrón aéreo, que atacarían sigilosamente a esas moles asesinas.

Aquella mañana se había levantado con rapidez, y se había dispuesto a ponerse su uniforme, bien sabiendo que tal  vez ésa sería la última vez que lo usaría. Se puso su cazadora de cuero, sus pantalones y sus botas, se preparó su cinturón y se puso su casco, al igual que sus gogles. A cada arreglo que le daba a su vestimenta recordaba la estrategia que iban a seguir. Pensaba en los muchos que ayudaría a salvar. Pensaba en muchas cosas, pero también, en la muerte.

Muchos de sus compañeros habían dejado atrás muchas cosas por unirse al ejército. A su alrededor escuchaba pláticas de pequeños hermanos que los admiraban, otros decían de cuánto sus novias les gustaba verlos con el uniforme. Hubo una vez que un compañero le dijo que extrañaba mucho la comida que le preparaba su mamá. Pero él no tenía ninguna anécdota de ese tipo. La razón: era huérfano. Sus recuerdos únicamente constaban de innumerables visitas de padres que escogían a todos, menos a él; de recreos en cualquier período del año con muchos niños que venían de distintos casos y lugares. Y aunque no eran memorias infelices nunca se podía comparar con los formados dentro de una familia.

Recordaba cuán duro fue poder ingresar a sus dieciséis años, donde tuvo que pedir un permiso especial que le costó casi un año poder conseguir.

¿Pero esto qué tenía que ver con la idea de la muerte? La respuesta era sencilla. Él no tenía a nadie quien pudiera llorar su pérdida, a nadie a quien dejar. Era un pensamiento triste, pero Ikabod lo veía desde el punto que si alguien tenía que morir de entre sus compañeros era él. Después de todo era una persona de nadie.
Sus ideas le acompañaron hasta el momento que se vio formado junto a sus compañeros de escuadrón, para pasar lista y abordar las avionetas. Firme y decidido, había dejado atrás todo pensamiento negativo. Ahora todo lo que llevaba a estar en ese lugar era cumplir con su misión.

De manera mecánica escuchó el discurso del teniente, que en nada le sirvió para sentirse mejor o más valiente. Su mente estaba fija en su objetivo.

Salió el teniente y comenzaron todos a prepararse para salir.

- No lo hagas. – Dijo una voz tras de sí. Ikabod por un momento dudó en haberla escuchado. Siguió en lo suyo. – No lo hagas por favor, yo sé como puedes ayudar sin necesidad de asesinar a nadie.

Ikabod se dio la vuelta para ver al que le hablaba. Era un hombre anciano y encorvado. Se le hacía familiar, pero no recordaba por qué.

- Por favor, ayúdame a mí, hay una manera de salvarlos sin necesidad de que uses un arma.

- ¿Quién es usted? – Preguntó Ikabod al hombre.- ¿Cómo entró a este lugar?

- Por favor joven, necesito de tu ayuda. Se qué tú puedes ayudarme. Por favor ven conmigo. – Ikabod se sentía ofendido ante sus palabras. ¿Ayudarlo a qué? ¿Y como? Entonces fue que recordó dónde había visto ese rostro.

- Usted...- susurró. Ikabod endureció su gesto.- No sé cómo dio a parar aquí, y ni tengo ganas de escucharlo, así que váyase de aquí de una vez.
Pero el hombre no escuchó. Otra vez se detuvo frente a él. A Ikabod le dieron ganas de empujarlo para quitarlo del camino, pero su integridad no se lo permitió. Intentó evadirle varias veces, pero aquel hombre a pesar de su edad, era rápido y muy necio. Cada vez se desesperaba más, puesto que veía cómo su escuadrón subía a las avionetas, y éstas una por una despegaban hacia el cielo.

- No esperarán, si eso piensas que sucederá – le dijo el científico al ver su inquietud. Ikabod lo miró a los ojos. Eso ya lo sabía, aunque todos eran un equipo cada uno cumplía con su deber individualmente. – Escúchame muchacho, tú puedes ayudar si eso es tanto lo que deseas. Pero de otra forma, sin tener que aumentar más maldad de la que ya hay.

- Cállese de una vez. – Dijo, pero aunque todas sus fuerzas le decían que se moviera, sus piernas ya no le reaccionaban.
- La vida debe continuar muchacho, y eso nunca se va a lograr si seguimos contribuyendo a la muerte. – Insistió el científico sin moverse un milímetro. Para su desesperación,

Ikabod tampoco se movía. – Sé que no quieres morir, muchacho.

Ikabod sintió como si le hubieran robado un aliento de su respiración. Todas las horas en que se había convencido a sí mismo de que la muerte no importaba fueron derribadas tras éstas palabras. Toda su voluntad se había caído de un solo golpe. Era cierto: tenía miedo de morir.

Sus músculos se relajaron y dignamente miró al anciano. Cuántas cosas no había oído hablar de él. Traidor, cobarde, desgraciado. Pero en sus ojos ninguno de éstos adjetivos encajaba con lo que veía en él. Entonces comenzó a meditar en lo que le ofrecía. "Salvar la vida sin recurrir a la violencia, sin matar, sin morir". Toda su vida se vio enfrascada en aquellas palabras. Sintió como si de repente el objetivo de su vida se hallara en aceptar aquello que le decía el científico. Pero no podía ser, ¿Qué había que salvara a toda la humanidad? Era algo imposible. No tenía sentido. Era claro que aquel hombre había perdido la cordura. Sin embargo algo muy dentro de sí le decía que sus palabras no eran del todo absurdas. Se debatían entre si ir con el o cumplir con su deber. Y no fueron necesarias las palabras. Sólo caminó en dirección a la pista de aterrizaje. El científico ni siquiera se esforzó en detenerlo, ni siquiera con alguna palabra. Sólo sintió su mirada fija sobre su espalda. Ikabod caminó con firmeza. Pero a unos cuantos metros de llegar a la salida, una de las avionetas cayó en el hangar opuesto destruyéndolo todo con una explosión aterradora. Ikabod fue empujado por la fuerza del impacto hasta el suelo, y vio lo que quedó tras la explosión. El fuego iluminaba sus verdes ojos y el miedo logró apoderarse de él, tan poderosas y altas eran aquellas llamas que no pudo pensar en nada más. Luego se escuchó unos disparos de una ametralladora que reconoció al instante, seguida por una bomba y otra explosión. Uno más de sus compañeros había caído tan solo haber empezado la misión. Siguió escuchando únicamente lo trágico que había fracasado el brillante plan de la armada.

Ikabod se sintió débil al no haber podido agarrar el valor suficiente para abordar su nave y pelear hasta que su vida tuviera fin. Pero las palabras del científico se enfrentaron ante la realidad que destellaba de las enormes flamas que aniquilaban el hangar.

- La muerte ocasiona muerte, muchacho. – Declaró el científico mientras le ponía una mano en el hombro. Ikabod no quiso responder. – Pero podemos hacer otra cosa.

***

Cuando llegaron al laboratorio, Ikabod sintió que no había dejado de estar en la calle. El lugar era deprimente, con un sinfín de papeles tirados por todo el suelo. Cientos de libros invadían gran parte del enorme escritorio de madera. Detrás de él había dos grandes pizarrones, al igual que otro que, junto a la puerta, hacía compañía a una vieja radio. En ellos se hallaban dibujados una serie de ecuaciones de bosquejos de lo que parecían una especie de armarios, los mismo que tapizaban de esquina a esquina la pared contigua de la habitación. Sobre uno de los cajones había un proyector de madera que tenía un espejo pegado en la tapa y un mecanismo con una lupa en el interior. También tenía una desgastada máquina de escribir, a la que incluso las letras se le habían borrado y habían sido reemplazadas por curiosos símbolos que al científico le parecían coherentes. Junto a ella había un enorme libro con cuero rojo forrado. Sobre la tapa tenía un extraño círculo con símbolos dentro de él. Miró de reojo al científico, quien procuraba acomodar ciertas cosas. Rápidamente abrió el cuaderno. Había anotaciones y dibujos muy parecidos a los de los pizarrones. Hojeó con rapidez y vio fechas al comienzo de la hoja. Se trataba de un diario. Sintió como si lo hubiera pillado y entonces decidió mirar otra cosa. Cada detalle del laboratorio era inigualable y sorprendente en todo sentido. Pero su interés se enfocó en lo que vio a continuación.

Justo en medio de la habitación habían dos grandes mesas de exploración, como las que habían en las salas de cirugía. Pero sobre una de ellas se encontraba recostada una persona. Con lentitud se acercó a él y lo observó. Era un muchacho menudo, su cabello lacio le caía de un lado y le tapaba un poco su ojo izquierdo. Se sintió hipnotizado al verle, por sus iris impares. Casi pensó que estaba muerto, y cuando le iba a preguntar al científico porqué tenía un cadáver en su mesa, el muchacho lo miró. Ikabod sintió que le daba un ataque.

- Déjalo en paz solamente – Le dijo el científico con tranquilidad. Ikabod todavía sentía el pulso acelerado. El anciano le indicó que se sentara. Nuestro soldado así lo hizo, tras observar la desgastada silla del escritorio. Se sintió en el momento justo para aclarar la situación.

-¿A qué me ha traído aquí? – Inició el muchacho. El científico se tomó mecánicamente la frente y se apoyó sobre uno de los cajones, quedando así frente a Ikabod.

-Necesito de tu ayuda...

-Eso ya me lo dijo. – Interrumpió Ikabod, al anciano no pareció importarle tal cosa.

-Necesito que me ayudes a traer a los que faltan.  – Terminó con lentitud. Ikabod no comprendía.- Aún faltan dos más y mis fuerzas ya no me alcanzan para...

-Escuche.- Dijo el soldado, tratando de ser paciente. – Usted pidió mi ayuda y si de verdad la quiere, será mejor que se deje de secretos y me hable directamente qué es lo que quiere. – El científico dejó que prosiguiera.- Usted me trajo aquí argumentándome que sabía la de salvar a todas esas personas sin matar a nadie. – Dijo mientras señalaba a la ventana.

-No podemos salvarlos a todos. – Objetó el científico.

-Pero usted dijo que...

-Que preservaríamos la vida. – Terminó el científico. Ikabod no supo qué decir, se sentía frustrado y un tanto confundido, pero tomando aliento se obligó a seguir escuchando.-
Existe una forma de lograrlo... es iniciando de nuevo.

-¿A qué se refiere? – El viejo se preparó a sí mismo para explicarle.

-Salvando a ocho personas. – Comenzó únicamente.- con la mente y el cuerpo intactos. Sin recuerdo alguno de sí mismos, así.

¿Eso era todo? ¿Ese era todo el brillante plan? ¿Salvar únicamente a ocho sujetos y así preservar la humanidad? Ikabod se sintió enfadado. Al final parecía que el hombre sí había perdido la cabeza.

-Pero no serán cualquier tipo de personas. – Dijo mientras se pasaba a la ventana y abriendo la cortina miraba tras el sucio vidrio. – Yo las elegí según sus cualidades... Sabiduría, astucia, bondad, inocencia... Todas y cada una de ellas para formar una sociedad nueva, sin disensiones ni peleas.

-Pero... ¿sin recuerdos? ¿Cómo podrán sobrevivir?
-Porque únicamente tendrán lo necesario para ello, pero serán inocentes... sin los prejuicios de este mundo acabado. - Se dirigió a la ventana de uno de los armarios de metal. – Cuando vuelvan a abrir los ojos...será como si volvieran a nacer

-Serán indefensos. – Musitó Ikabod.

-No.- Dijo de forma casi violenta mirando al muchacho sobre su hombro. -  Yo me encargaré de posean lo suficiente para no serlo.

-¿Y cómo hará eso? – Volvió a preguntar. El científico se dirigió de nuevo al escritorio y lo empezó a revolverlo. Ikabod creyó que no lo había escuchado, y decidió quedar en silencio.

-Con esto. – Respondió al fin, dijo mientras sacaba algo de uno de los cajones y lo cerraba con lentitud. Ikabod no podía ver, puesto que estaba de espaldas, pero el hombre lentamente se fue volviendo hacia él, trayendo entre manos algo que parecía muy frágil y pequeño. La mirada del soldado caía solamente en las manos del anciano. Y él no era el único. Detrás de él, los ojos del muchacho sobre la mesa no perdían detalle de lo que sucedía.

Pero entonces se escuchó una alarma. Al comenzar la guerra, el ejército instituyó un sistema de tres alarmas que sonarían para anunciar a la milicia y al pueblo lo que debían hacer. Cada una se había distinguido y era conocida por un color. La roja significaba alerta de ataque. La verde, toque de queda, y la azul algún herido. Ésta última había sido la que nuestros amigos habían escuchado.

-Algo pasó. – Ikabod aguzó el oído. Tras la alarma solían escucharse las sirenas de los rescatistas correr hacia la escena, por lo que era fácil saber en dónde sucedió.

-Y debemos ir hacia allá. – Declaró el científico, al momento que se guardaba algo en la bolsa de la vieja bata. – Debemos encontrar a 7.


El lugar de la escena había sido alguna vez una unidad habitacional. Entre sus derrumbes, la gente había formado un fuerte y un pequeño refugio improvisado que había sido oculto entre las piedras. Pero el ataque aéreo, había sido el causante del derrumbe total de fuerte. Los rescatistas buscaron, pero las rocas no les ayudaban mucho. Ikabod y el Científico se habían escondido tras una de las paredes y esperaron a que los paramédicos hicieran su trabajo. El anciano sabía que no esperarían mucho, puesto que en su búsqueda por encontrar a sus elegidos, había notado que los rescatistas no lograban revisar todo porque el miedo o un ataque sorpresa interrumpía con su trabajo. Efectivamente, esto sucedió.

Media hora después eran ellos los que buscaban entre los escombros. Pero la búsqueda parecía en vano. Sólo muertos salían de entre las rocas. Algunos ni siquiera se hallaban enteros, otros, estaban tan magullados por la piedra que sus rostros y cuerpos estaban desfigurados. Veinte minutos se pasaron revisando debajo de cada piedra o antigua puerta, incluso debajo de los mismos cadáveres, como le había insistido el propio científico.

Entonces una mano salió de entre los escombros.
Ikabod la miró rápidamente y fue a desenterrarla. Unos quejidos débiles le decían que la persona (una mujer) estaba viva. Era de cara redonda, pero la desnutrición la hacía verse deteriorada y enferma. La mujer la veía con súplica, pero esto no fue lo que le hizo sentirse triste. En su mano derecha tomaba como si fuera un bebé una muchacha. Llevaba un conjunto de pants y sudadera de color blanco, al igual que sus tenis. Su rostro estaba pálido, y en una de sus mejillas había un corte por la piedra. Estaba inconsciente y aún así se veía hermosa. Su cabello era lacio, de un castaño muy claro. Lo llevaba muy corto apenas unos centímetros debajo de las orejas. Una de sus piernas  se hallaba debajo de una enorme roca, al igual que el resto del cuerpo de la mujer. Ella lo veía con lágrimas en los ojos.

-Por favor...- decía sin dejar de llorar.- Haga algo por ella. Sálvela.
Ikabod no pudo responder.

-Por favor...llévesela... por favor – Decía mientras levantaba un poco cabeza de la chica.- Ikabod instintiva y muy lentamente acercó los brazos. – Sálvela a ella...déjeme aquí...Por favor. – Sus gruesas lágrimas le limpiaban la suciedad de sus mejillas. Ikabod se acercó e intentó cargarla. Pero su pierna no salió. Trató de jalarla, pero sintió que rasgaba la tela del pantalón. Rápidamente corrió a quitar las piedras.

-¿Qué haces? – Dijo el científico desde atrás.

-La voy a salvar.

-Espera primero – Dijo mientras se acercaba a la chica y tomaba sus signos vitales. Ikabod esperó, pero su impaciencia lo hacía mirara a todos lados como si algo se estuviera acercando. – Esta niña no va a sobrevivir... – La mujer dio un quejido que intensificó su llanto.

-¡Por favor! ¡Salven a mi hija! – Gritó la mujer en su desesperación. Ambos la miraron, pero el científico tomó de nuevo los signos y negó con la cabeza. - ¡Por favor...! ¡Ayúdenla...! – Ikabod miró a la madre y después a la hija. Entonces se decidió. Siguió quitando piedras, hasta que llegó a la pierna de la joven.

-¿Qué haces? ¿No entiendes que ya no sobrevivirá más? – Dijo el científico.

-Sí podrá... así como lo han hecho todos los demás que ha rescatado, podrá hacerlo sé que lo hará. – El científico no podía darle algún crédito, observó a la chica. "Tal vez tendría razón...pero si seguía sufriendo así... su cuerpo no resistiría más."

Sonó otra alarma. Ésta vez era la roja. Los tres inmediatamente voltearon hacia el cielo. La alarma no paraba de sonar.

-Quiero que vigiles y cuando vengan avísame. – Le ordenó el científico. Ikabod subió por entre los escombros y vigiló. El anciano entonces sacó el talismán de su bolsa y lo acercó a la chica. Su madre sólo lo veía sin entender lo que pasaba. Apretó en secuencia los símbolos.

Ikabod miraba hacia todas partes, cuando detrás de él un fulgor verde y un estruendoso ruido lo asustaron. El soldado se volteó.

-¿¡Qué le ha hecho a mi hija?! – Gritó con desesperación la mujer, tratando de mover sin lograrlo.

-Llévatela ya – Dijo el científico mientras el soldado la tomaba entre sus brazos. – No se preocupe señora su hija vivirá.

Cuando la hubo tomado entre sus brazos ya salido el derrumbe la miró a los ojos. La chica los había abierto un poco, revelando su intenso color azul, pero... sin vida.

-¿Qué le hizo? – Preguntó Ikabod mientras daban marcha en la vieja camioneta.

-Era mucho mejor así. – Dijo el anciano, que iba al volante.

Nada más arrancaron y las bombas asediaron el lugar. Tras la ventana trasera, Ikabod vio como caían dos bombas justo en el lugar donde había quedado la señora. Ikabod sintió un impacto de terror dentro de sí, y sus ojos se llenaron de miedo.

-¿Ahora entiendes porqué no pueden seguir con estos recuerdos? – Le dijo el científico mientras iban rumbo al laboratorio. Ikabod solo quedó en silencio.


***

-¿Para que le ha quitado el alma? – Preguntó Ikabod, mientras el científico curaba el cuerpo de la chica, unas horas después de haber llegado, y escuchado una breve explicación de parte del viejo hombre.

-Era mejor así. – Dijo mientras seguía haciendo su trabajo. – Ya no tenía más fuerzas para vivir... ella ya no lo deseaba. Si la movíamos viva, ella misma se hubiera dejado morir en ese instante... Y hubiera sido en vano. .

-¿Cómo es que sabe eso? – Preguntó Ikabod, quien se volteó para mirar una especie de mano de metal.

-Su pulso me lo dijo. – Respondió con simpleza. Ikabod volvió a quedarse en silencio. –

Cuando rescaté a Henry aprendí mucho del cuerpo humano y la mente.

Ikabod entonces miró al muchacho sobre la mesa. Seguían inmóvil, a excepción de su dedo que lo movía sobre la superficie de la mesa.

-¿El tampoco tenía ganas de vivir? – El científico asintió con la cabeza. - ¿Entonces porqué lo trajo?

-Porque uno nunca debe desear la muerte. – Contestó mientras terminaba de coser la herida de la chica. – Yo también la deseé una vez. – Se tomó el cuello instintivamente – Pero al desearla me di cuenta que todavía había mucho por vivir y hacer... Y es ahí cuando derrotas ese pensamiento que la vida regresa otra vez, regenerando tu cuerpo y mente...

Eso pasó con Henry... y Osbourne

-Pero ella... usted la dejó morir.

-Sí, pero cuando regrese a su cuerpo, ya no tendrá recuerdo de lo que pasó. Será ella, pero sin heridas, y el deseo de la muerte también se habrá esfumado.– Dijo mientras cortaba el hilo de la sutura.

Ikabod miró el diario, ahora abierto. Leyó un poco de lo que había en el... Osbourne... el número 1.

"Quería morir... Pero cuando vi su alma, pude sentir su miedo... Su mente le decía que muriera... pero dentro de sí, quería seguir viviendo..."

Miró la cápsula uno. Un rostro anciano apenas asomaba por la ventanilla. El científico le acomodó el pantalón a la chica.

Habían pasado apenas un día desde que habían traído a Jack, el que ahora el científico llamaba "8". El sí que había muerto como un héroe. Ya sólo faltaba la última fase del plan. Ahora el científico acomodaría sus recuerdos.

-¿Cómo hará eso? – Preguntó Ikabod.

-El talismán me ayudará. – Dijo el anciano, nuestro soldado se le acercó. Ahora sobre el escritorio había una extraña máquina que sostenía al talismán desde cuatro brazos, como si lo proyectara justo dentro de lo que parecía una campana de un fonógrafo. Frente al talismán había una máscara. – Con esto puedo ver dentro del talismán y así ahondar en sus almas, retirando todos los malos recuerdos y dejándolos con conocimientos útiles.

-Los recuerdos no van a desaparecer ¿o si? – Dijo Ikabod. Nuevamente sentía la mirada del joven observando a cada detalle lo que ocurría.

-No...

-¿Y dónde quedarán? – Cuando preguntó eso, el científico soltó un gran suspiro. Ahí fue cuando entendió lo que pasaba. Era dentro de él donde guardaba todos esos recuerdos.

Meditó entonces en ellos. Nadie podía vivir con tantas memorias de vidas enteras y seguir respirando. Entonces encontró la última pieza del enigma. Se quedaba con ellos. Pero él, a cambio, guardaba en cada de una de sus almas, algo de sí mismo.

A partir de allí ya no volvieron a hablar más. Ahora el científico se encargaba de dar los últimos detalles a cada uno. Dada la media noche, decidió salir del laboratorio, no quería ver lo que hacía para indagar dentro del interior de esas personas. De cierto modo le causaba escalofríos, y un poco de asco. Toda la noche tardó el científico en sus tareas.

Ikabod sólo daban vueltas por el pasillo, y recordaba a cada paso que daba todo lo que había vivido desde el inicio de la guerra. Pensó también en cada una de esas personas.

Cada una había soportado y experimentado un suceso traumático, y que ahora volverían a vivir sin recordar absolutamente nada. "Pero ahí afuera seguía la guerra"Pensó de repente.

"Pero no durará por mucho tiempo más." Ese pensamiento lo hizo sobresaltarse. ¿Qué era eso? ¿Su instinto? ¿O un deseo? Ikabod no lo supo nunca.

Despertó en la mañana, tras haberse quedado dormido sobre el primer escalón de la vieja escalera. Se desperezó y fue directo al laboratorio. Los ruidos de la guerra parecían más violentos que antes. Abrió la puerta, el científico miraba por la ventana y se movía con rapidez entre las cápsulas, en cada una tecleaba las órdenes, miraba su reloj. De verdad parecía frenético.

-¿Qué es lo que pasa? – Preguntó Ikabod.

-Es la hora, se tienen que ir de una vez. – Dijo el hombre sin salir de su frenesí. – Se ha dado un ultimátum.

-¿Qué dice? ¿Y-y cómo es que lo sabe?

-Yo creé al cerebro, sé lo que puede hacer... y lo que busca. Ellos se tienen que ir. –

Decía esto último de una manera casi obsesiva. Seguía revolviendo cosas en todo el laboratorio, en tanto que Ikabod miró a través de las cápsulas. Sus ojos llevaban unos gogles muy parecidos a los usados por los aviadores, y sobre sus narices y bocas, lo que parecía una máscara de cuero.

-¿Por qué llevan eso sobre sus rostros? – Dijo sin dejar de mirarlos.

-Respiradores... también tengo uno para ti. – Le dijo mientras se ponía junto a él. Ikabod lo tomó sin entenderlo. – Los visores son para proteger sus ojos, el gas puede dejarlos ciegos cierto tiempo. Esos se me ocurrieron después de conocerte a ti. – Le dio una palmada y se dirigió hacia la puerta. – Te tienes que ir... no deben verte.

Sin decir nada por parte de ninguno de los dos, el científico le indicó que se escondiera en un armario y no saliera de ahí, escuchara lo que escuchara, pasara lo que pasara, y que no se quitara ni sus gogles ni la máscara.

Fue terrible esperar dentro del armario. Dentro de él, los sentidos parecían muertos, sólo el oído le informaba lo que sucedía en el exterior. Casi como si escuchara una radionovela. Percibió los gritos de la gente que corría, las bombas y granadas que se lanzaban entre sí máquinas y humanos. Pero también escuchó a los "otros". Uno por uno, parecían asomarse al exterior de la habitación y susurraban entre sí. Escuchó también su salida, algunos en grupos, otros lo hacían solos. Pudo percibir voces ancianas, jóvenes e incluso pareció escuchar la de la chica que había recatado, incluso pudo identificar la voz de su antiguo compañero salir de entre los aullidos de la población en pánico.

Tras su partida, una bomba hizo temblar peligrosamente aquel edificio, pero afortunadamente no se derrumbó. La guerra casi lo ensordeció, invadiéndolo de exasperación, temblor e impaciencia. Y así pasaron las horas. Hasta que todo sucumbió al silencio.

Después de salir del armario. El también quedó mudo. Sentía que ya no era el mismo. Aguzó sus lastimados oídos, tratando de percibir algo, sin lograr nada. Entonces sintió que algo de apoderaba de sí. Era la soledad.

En donde quiera que uno esté, ya sea en su primer día de clases o yendo de viaje a un lugar, el ser humano siempre experimente soledad. Pero incluso cuando uno se encuentra solo en casa, no se siente totalmente solo. O al menos no experimentan el sentimiento que a Ikabod invadió.

Era una soledad muerta.

Sintió desesperación y sus lágrimas brotaron de sus ojos, Se puso las manos sobre su frente con una violencia que describía a la perfección todos sus temores. Se abrazó a sí mismo para consolar su soledad. Pero aún así se sintió como un niño indefenso.

Pero entonces un sonoro carraspeo lo hizo callar. Se quedó quieto, pensando que tal vez lo había imaginado, pero de nuevo escuchó ruidos que provenían de la habitación contigua. Abrió la puerta y vio al científico, que cansado, se limpiaba los ojos con su arrugada mano. No saben cuánto fue el alivio que respiró dentro de su corazón al ver a aquel anciano hombre.

-Al fin saliste.- Sólo dijo. Ikabod no pudo resistirlo. Se abalanzó sobre el hombre, como hacían un niño al llegar su padre del trabajo. El viejo se quedó sorprendido, pero también era un ser humano, uno que así como el antiguo soldado, había experimentado la ruina de estar solo, y que ahora, solo entre ellos dos, existía un momento de fraternidad.

Los días pasaron, hasta convertirse en semanas, y luego en meses. La ciudad estaba devastada y nada parecía habitarle. A excepción de la primera habitación de un degenerado edificio. Los momentos entre Ikabod y el Científico eran llenos sólo por el silencio. Pero ¿cómo era eso? Tal había sido el trauma de su soledad que ellos no podían hablar de ningún suceso, ni pasado, ni presente, ni futuro. Sus momentos eran llenos de su compañía únicamente, que solían disfrutar como uno cuando toma un vaso de agua fresca. Pero el silencio se rompió una mañana fresca de abril.

-Que terrible aniquilación. – Exclamó Ikabod, con voz ronca. – Es triste... ver el mundo así... tan acabado.

-Lo es...-respondió el científico.- Y fue por mi culpa...

El ex soldado miró a su compañero. El hombre se veía acabado también, torturado por sus sentimientos y las tantas tragedias que ahora cargaba en su interior. Como si le hubieran puesto una radio, recordó los reclamos que se escucharon de parte de la resistencia en contra de ese pobre hombre. Recordó también que alguna vez pensó como muchos de ellos.

-Pero usted... encontró una solución a todo esto. – El científico sobre su silla se ladeó un poco al contrario de Ikabod.  El muchacho se acercó hasta hincarse frente a él. – Usted fue engañado, como todos los demás por el Canciller. Tenía buenas intenciones... su CEREBRO fue alguna vez de tantas esperanzas para nosotros... pero... – Se quedó un instante sintiendo dolor... – La  vida debe continuar... La suya también... pero debe perdonarse primero... yo – hizo una pausa, el anciano lo miró a los ojos verdes del muchacho. – También creí que había sido culpable de que toda ésta guerra hubiera empezado... Y cuando oía de otro herido o masacre usted era el primero que me venía a la cabeza... Pero ahora... yo... lo perdono.

¿Alguna vez han mentido a un amigo, y esto les ha traído problemas y discusiones? ¿Han engañado a sus padres y ocultado por mucho tiempo sus resentimientos en contra de ellos?

Todos hemos sido decepcionados y traidores también. Pues bien, si han pasado por esto entenderán cuán sofocante es la culpa. No se puede vivir con ella; ya no puedes pensar o trabajar bien, y aunque haces muchas cosas para distraerte y olvidarlo, al final de día la culpa regresa. Pero hay algo que puede liberar al ser humano de tal destrucción. Este es: el perdón.

Cuando el científico escuchó las palabras de Ikabod, pudo sentir en su interior que una gran carga le era quitada de sus espaldas. Tenía casi un año que sus pulmones no podían tomar suficiente oxígeno, cuántas habían sido las noches de pesar, incluso el pan no tenía sabor. Pero sus palabras reconstruyeron algo que había sido quebrado dentro de sí. Al anciano le corrieron unas efímeras lágrimas de sus ojos.

-Gracias – Dijo el hombre. Ikabod le sonrió.

El muchacho le dio un abrazo. Y dentro de su corazón nació un sentimiento que calmó los traumas del pasado. La amistad entre un hombre anciano y un muchacho huérfano era todo lo que sobrevivía en ese mundo devastado. Fue ahí, en ese abrazo, que el Científico solucionó el debate que llevaba luchando durante todos esos meses.

-Muchas gracias, 9...

Ikabod entonces se quedó paralizado. Poco a poco se alejó del hombre. Lo miró confundido, pero también algo asustado.

-¿C-como?- El científico le sonreía.

-Ahora me he dado cuenta de cuál es tu lugar... – Ikabod empezó a negar con la cabeza. –

No te puedo dejar aquí conmigo... sólo hay muerte en éste lugar... y tú lo haz dicho... que la vida continúe. – Mientras el hablaba éstas palabras el muchacho se fue levantando.

-¿Pero porqué? ¿Y usted? – El anciano dio resoplido

-Yo casi estoy al final del camino... los años en mí son muchos... – Dijo mientras miraba al fondo de su laboratorio. – Además sería egoísta de mi parte el dejarte morir aquí.

-Pero yo...

-Ikabod – Le dijo con voz suave.- Tendrías una oportunidad nueva de vivir... no te quedarías abandonado... y podrías tener una familia.

El ex soldado lo miró. Una familia. Ese había sido su anhelo desde que era muy pequeño.

Pensó en las caras que habían estado encerradas dentro de esos "extraños armarios" y recordó lo que le había dicho el científico el día que lo conoció "Una sociedad nueva". El muchacho se revolvía entre muchos pensamientos. No quería dejar a ese viejo hombre solo, el único amigo que había conocido, pero...

-Yo sé que tú eres el indicado...

-Pero usted...- El científico asintió un momento.

-Tú ya hiciste suficiente por mí... me diste una paz que hacía mucho no sentía... Y estoy seguro de que los otros también necesitan de ti... y tú de ellos. – Le dijo. Ikabod entonces se sintió tranquilo. Fue en ese momento en que aceptó.

Los siguientes dos meses transcurrieron entre pláticas y charlas amenas. Donde ambos contaban de sus experiencias de una forma que para los dos fue sana, el joven oía de lo antiguo, y el anciano escuchaba de lo rebelde y nuevo que una mente nueva sentía y pensaba. Durante esos momentos, el científico volvió a trabajar, haciendo para él unos curiosos guantes de metal. "Te ayudarán." Le dijo solamente, mientras seguía preparando todo para el final.

Ese día llegó cuando las raciones de alimento quedaban sólo para uno.

-Es la hora – Dijo el científico, y nuestro soldado pudo percibir un dejo de tristeza.

El muchacho se volvió a vestir ese día, como hubo hecho hacía tantos meses, cuando se preparaba para ir a la batalla. Se puso su cazadora, y su casco; se ajustó los lentes.

Llegó firme frente a su viejo amigo, quien le pidió que se recostara. El científico le dio un abrazo de despedida, mucho mejor que un sinfín de palabras que no acababan de cocerse bien entre sus labios. El soldado también se despidió así, y se acostó tranquilamente sobre la plancha de operaciones. Vio entonces cómo el anciano sacaba el talismán y lo ponía frente a él.

-Adiós, amigo.

Y el resplandor verde fue lo último que vieron sus ojos con vida.
Aquí está el tercer episodio de la primera parte de este fic.

Al fin vemos al soldado que ayudó al científico a elegir a los últimos sobrevivientes

A 9 lo vi así, como un soldado que va a luchar...aunke muchas veces no cuente con las armas correctas...es valiente emprendedor.

Espero les guste y por favor dejen comentarios, de veras quiero saber su opinion

fan story and humanizations (c) ~Angie-Black
original characters (c) Shane Acker
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Comments3
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Ghostspider3145's avatar

me encanto este fic